Cada año, con motivo de las fiestas de aniversario de su coronación, el rey de un pequeño condado liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años como monarca, el mismo quiso ir a la prisión acompañado de su Primer Ministro y toda la corte para decidir cuál prisionero iba a liberar.
- Majestad, dijo el primero, "yo soy inocente pues un enemigo me acusó falsamente y por eso estoy en la cárcel".
- A mí, añadió otro, "me confundieron con un asesino pero yo jamás he matado a nadie".
- "El juez me condenó injustamente", dijo un tercero.
Y así, todos y cada uno manifestaba al rey porque razones merecían precisamente la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón que no se acercaba y que por el contrario permanecía callado y algo distraído. Entonces, el rey le preguntó: "Tu, ¿porque estás aquí?
- El hombre contestó: "Porque maté a un hombre majestad, yo soy un asesino".
- ¿Y porque lo mataste?, inquirió el monarca.
- Porque estaba muy violento en esos momentos, contestó el recluso.
- ¿Y porque te violentaste?, continuó el rey.
- Porque no tengo dominio sobre mi enojo.
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía a quien liberaría. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acaba de interrogar: "Tú sales de la cárcel".
Pero majestad, replicó el Primer Ministro, ¿acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?
Precisamente por eso -respondió el rey- saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos.
El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces tratamos de aparentar.
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